En Tierra de Ur. Capítulo V

La llegada del hombre

 

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Un ruido fuerte, como un mover de muebles violento. Y arriba, una voz, una llamada, un grito, un llanto.

 

  • ¡Atanasio, ya llegan!, ¡Corre, sube!

 

El joven posadero dejó el libro entre las estanterías y subió precipitadamente las escaleras. Apenas podía seguirle. Llegamos a la antesala, atravesamos la puerta del salón y salimos a la calle. Unos cuantos jóvenes corrían en todas direcciones, desesperados, agitando las manos con consternación. Atanasio agarró mi brazo y me condujo por una callejuela por detrás de la posada. Había una pared a medio derribar y nos ocultamos tras ella. Desde allí podíamos ver la ventana de la cocina. Mi cuaderno, mis apuntes. Todo quedó abandonado dentro.

 

Oímos unos motores a lo lejos. Se aproximaban. Quise preguntar algo a Atanasio pero éste me tapó la boca. Ahora el rugido de un camión se percibía claramente. Sus luces se reflejaban en las paredes anexas. Paró junto a la Posada. Escuchamos cómo frenaba. Desde donde estábamos no podíamos verlo. Una puerta metálica se abrió y oímos cómo gente bajaban del vehículo. La campanilla de la puerta sonaba de forma constante. Debían ser entre quince o veinte los que invadieron el domicilio.

 

Les vimos entrar en la cocina. Eran militares. Llevaban sus fusiles en mano y casco de combate acero M26. Revolvían todo. Oímos cómo caían lo botes. Cómo el cristal chocaba y se rompía en el suelo. Cómo unas voces daban órdenes inteligibles.

 

Otro vehículo se acercaba. Esta vez un automóvil. Paró junto a nosotros. Nos agachamos aún un poco más. Era un Fiat 514 negro. El conductor salió para abrir la puerta trasera. Un oficial vestido de ropa de campaña. Pistola al cinto. Al momento aparecieron cuatro soldados a darle escolta. Un suboficial se cuadró ante él con un fuerte taconazo en el suelo y alzando el brazo al aire.

 

  • Todo en orden en la casa, mi teniente coronel –dijo con la cabeza erguida, mirando fijamente la punta de su nariz- los que hemos encontrado están agrupados en la sala principal.
  • Gracias sargento, buen trabajo –dijo aquel hombre delgado, de pelo pegado y bigote fino.

 

Todos ellos entraron en el edificio. Pudimos ver al militar dentro de la cocina. Su mano portaba una fusta. Al momento vimos que llevaban a alguien a su presencia. Era una mujer. Tendría unos cincuenta años, algo gruesa, de rasgos duros. Estaba erguida frente al oficial, con la cabeza alta y la mirada fija. Él le preguntó algo y ella le escupió en la cara.

 

  • Es Petrofila… –murmuró angustiado Atanasio.

 

El militar levantó su fusta y golpeó violentamente la cara de aquella mujer. Petrofila volvió a alzarse  mostrando una tremenda herida en la mejilla. Ahora la reconocía, esa nariz abultada, esa mirada dura, cejas densas, casi juntas. Era la misma que hace unas horas no debía tener más de quince años. Los soldados la agarraron por los brazos y ataron sus muñecas. El oficial echó un vistazo a su alrededor hasta descubrir la puerta. La abrió y se introdujo dentro de ella. Sus hombres le siguieron llevándose a Petrofila.

 

Tan solo había un par de militares al cuidado del camión. El resto estaban esparcidos por el pueblo, inspeccionando las casas. Aprovechamos para salir del escondite. Corrimos hasta el muro de la ciudad y entramos por un pequeño hueco casi inaccesible que conducía a una escalerilla que subía al adarve. Nos ocultamos en uno de los cubos de la muralla que miraba hacia la posada. A través de la barbacana podíamos ver lo que ocurría en el entorno de la plaza.

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De pronto oímos unos ruidos. Unas pisadas rápidas que se dirigían hacia nosotros. Pegamos nuestras espaldas a la pared en posición defensiva. Por entre la pequeña puerta aparecieron Aniano y Pompeio. Padre e hijo se abrazaron.

 

Atanasio tenía unas canas que antes no había visto. Sus párpados se habían arrugado y había perdido bastante pelo. Aquel hombre maduro ya no era el joven posadero. Su corazón angustiado se presentaba ante la muerte.

 

  • Han cogido por lo menos a diez –reveló Aniano
  • Diez, dieş, dece, decem. Diez, dieş, dece, decem. Diez, dieş, dece, decem –Pompeio tenía los ojos fuera de sus órbitas.
  • Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren –volvió a alertar Aniano.

 

En ese momento oyeron ruidos de cristales rotos. Todos dirigieron sus miradas a la Posada. Podían ver cómo llevaban a varias personas hacia el interior, a través de la puerta que daba acceso a la biblioteca. Les empujaban y golpeaban. Serían una decena. Cuando el último hubo traspasado el umbral se acercó el oficial seguido de su escolta. El sargento le cedió una antorcha encendida como las que portaban los militares que estaban aguardando fuera del edificio. Aquel señor delgado, de bigote fino y pelo pegado cogió el hacha de fuego, lo miró con veneración y lanzó la llama purificadora al interior. Al principio nada. Luego un pequeño resplandor, después humo. Al momento un sollozo. Después un grito rasgado, otro más violento. Llantos, dolor. Estruendo. El quejido de las vigas de madera se confundía con el de los huesos rotos por el calor. Alaridos de muerte. El papel consumido en crueldad. Las pavesas se esparcían y escapaban. Y tras el dolor, silencio. Sólo un crepitar mudo. Silencio. Sólo un golpe seco de la puertecita. Y silencio. Un barullo informe de fuego a sus pies. Y silencio.

 

Los militares abandonaron el edificio, rodeándolo. Los fusiles apuntaban a las ventanas. Los diez muertos no escaparían. Ni tan siquiera sus almas.

 

Un soldado que portaba un lanzallamas terminó la tarea de olvido. La Posada se consumía en fuego. Atanasio lloraba, Aniano lloraba. Pompeio callaba.

 

Así pasó la noche hasta el alba. El camión retornó su camino. Los militares abandonaron el pueblo.

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En tierra de Ur. Capítulo IV

El corral de las maravillas

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Allí habría miles de libros, qué miles, millones de ediciones en tremendas estanterías. Aquella biblioteca recordaba vagamente a la de Valladolid, con baldas gruesas de castaño viejo, dos niveles con corredor superior. Una pequeña escalera de caracol bien trabajada. Atanasio inspeccionó mi mirada. Vio mi sorpresa y admiración. Me agarró del brazo y nos acercamos a los estantes.

 

  • Se llama la Posada de las Fuentes no por el agua, sino por esto que ves –dijo mientras abría los brazos como abrazando todos los libros- Aquí puedes encontrar a Aristóteles, a San Isidoro, a Quevedo o a Einstein. Todos los libros son originales. Las ediciones posteriores se las dejamos a los de ¨arriba¨. Mira este –dijo mientras sacaba un tomo grueso de piel- La primera edición del Quijote. Con anotaciones de Cervantes. Creo que no le gustaba ciertas capitulares.

 

Me abandoné al asombro. Me deslicé por la sala como en un levitar inconsciente. Con mis dedos acariciaba todos aquellos lomos. Un poco más arriba, inaccesibles, un sin fin de rollos de color amarillento. Empecé a explorar las obras, buscando con la mirada la autorización de Atanasio.

 

Una edición en perfecto estado de Alexander von Humboldt, junto a él una edición del Fausto, con anotaciones de Goethe. Más adelante, los manuscritos iluminados, decenas de ellos. Muchas bibliotecas europeas matarían por aquellos ejemplares. Códices medievales, biblias impresas en delicadas vitelas, pergaminos  antiquísimos. Una pequeña escalerilla se apoyaba sobre un carril superior agarrado a los anaqueles que recorrían todo el aula. Subí unos peldaños hasta acceder donde se colocaban los rollos. Nunca había visto ninguno. Debían tener más de dos mil años. Del lazo que los abrazaba colgaba una especie de etiqueta: Ευκλείδης, στοιχεία γεωμετρίας. Quedé estupefacto, me aparté con prudencia y bajé. Atanasio pudo ver mi cara de absoluta admiración, incomprensión y entusiasmo.

 

  • Hay unas cuantas como esta estancia esparcidas por el mundo –explicó- la ciudad de Méjico, con una magnífica colección de obras aztecas. En Samarcanda, con sus impresionantes salas creadas por Tamerlán y sus libros de astronomía. La ciudad perdida de Tombuctú y toda su recopilación de la filosofía árabe, Xi-An , Gwalior o Nara en Japón.
  • ¿Y desde cuándo existen?
  • Supongo que empezó cuando destruyeron Alejandría. Antes del incendio y su destrucción se sacaron cientos de obras que se esparcieron por el mundo clásico, especialmente en Oriente Medio. Nos llegaron muchas tras el abandono Omeya de Damasco. Aquí nos dedicamos a recopilar, mantener y copiar. Muchas obras no son capaces de aguantar el paso del tiempo y se pierden. Intentamos recuperarlas o restaurarlas. A veces hacemos facsímiles como se harían en el tiempo original. Traemos vitelas de Salamanca. De Hotán nos envían los pliegos de papel de morera. De vez en cuando conseguimos el sacrum encaustum de murex indios. –Miró a su alrededor- Una ardua tarea. Siglos de esfuerzo de muchas personas.
  • Y, ¿vuestra edad?, ¿por qué todos parecéis jóvenes? –me atreví a preguntar finalmente.
  • No somos jóvenes. Como te dije antes, son tus ojos los que nos ven jóvenes. Al llegar a la ciudad empezaste a ver los corazones de las personas, su interior. Realmente no sé cuándo comenzó a ocurrir esto en Ur, pero fue hace mucho tiempo. Llevamos intentado encontrar una explicación al asunto, pero no hemos encontrado una respuesta aceptable. El padre Don Amado me recomendó el libro de Discórides y aquí lo tengo –dijo mientras golpeaba con cariño las tapas del libro –Creemos que se trata de algún tipo de ungüento. No sé si benigno o maligno. Aniano lleva atormentado con esto desde hace mucho.

En tierra de Ur. Capítulo III

La Posada de las Fuentes

 

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La calle del mercado discurría recta desde la puerta del Azogue a la plaza, así que no me fue difícil encontrarla. Las paredes de las casas eran ahora de un pardo grisáceo. Pequeñas puertas, que serían de quejigo, con aldabas de bronce. Muchas de ellas tenían celosías enrejadas en medio de ellas. Pasé la mano por sus paredes. Barro, cañas y excrementos mezclados. Las ventanas eran diminutas. Apenas unos tragaluces toscos. Y las calles vacías.

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La plaza no era como esperaba. No había iglesia, ni ayuntamiento, ni un palacio solariego con un enorme blasón a su entrada. Todas las viviendas eran similares a las que había visto anteriormente. Observé que acaso alguna de ellas, las que miraban al sur, tenían un reloj de sol en su fachada, con gnómones más o menos adornados y limbos de distintos diseños. La penumbra sólo se resentía por el cielo estrellado. Un firmamento denso, atravesado por la vía Láctea e infinitas estrellas más. Una casa, un poco más grande que el resto, tenía las luces encendidas. Al acercarme vi el cartel que colgaba en lo alto: ¨Posada de las fuentes¨.

 

Empujé el manubrio de la puerta hasta hacer rechinar los goznes. Una campanilla sujeta al dintel advirtió de mi entrada.

 

Era una sala amplia con grandes bancadas colocadas de forma simétrica. Unos velones de cera iluminaban tenuemente el espacio. Varias personas ocupaban los asientos corridos, distribuidos en las distintas mesas. Todos estaban… leyendo. No había jarras de vino ni platos de comida. Los pies de algunos de ellos ni siquiera llegaban al suelo. Todos eran niños o adolescentes.

 

– Es de buena educación quitarse el sombrero cuando se entra en una hogar.

 

No tendría más de diez y seis años. No era muy alto y un tanto corpulento. Colgaba un mandil blanco un poco añejado. Sostenía un par de libros gruesos que tenía que sujetar con ambas manos. Me quité el sobrero apresuradamente. Señaló una mesa al fondo de la habitación, junto a la chimenea apagada.

 

  • Siéntate allí y ahora voy a atenderte –Su voz era autoritaria, como un comandante dando órdenes apresuradas.

 

Pasé por entre las mesas, observando a aquellos jóvenes inmersos en sus lecturas. Ninguno alzaba la vista para ver quién era ese desconocido, apenas alguna mirada de reojo, más de reproche por alterar la calma que por curiosidad.

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Coloqué el zurrón sobre la mesa y saqué los pliegos que me había dado Diego en Valladolid. Revisé las notas que traía conmigo desde Barcelona.  Ya habían pasado tres años desde que abandoné el seminario mayor. Algo bueno había traído la república, una excusa estupenda  para abandonar la aburrida teología. Pero aquella enseñanza gratuita me había aportado también el latín y el griego, perspectiva histórica, algo de filosofía clásica y humanidades. Don Amado era un buen sacerdote, estoico de cráneo privilegiado. Recordaba las noches de conversaciones eternas, de pan duro mojado en leche tibia. La soledad del candil en el refectorio mientras me descubría la ursa maior, la velocidad de la luz, el radio, la materia, la relatividad, la evolución…

 

De todos los libros que me regaló al despedirme, únicamente había traído conmigo la traducción de Andrés Laguna sobre medicina y venenos de Discórides, tal y como me pidió el sacerdote. Un pequeño tesoro que protegía con veneración. Y era esas misma obra la que me había conducido a la ciudad de Ur.

 

  • Bienvenido de nuevo. Supongo que vendrás cansado del viaje

 

Aquel muchacho bajito de mandil usado interrumpió mis pensamientos lejanos.

 

  • Toma, he preparado este té de las montañas griegas. Lo trae un amigo que lo cultiva en las laderas del Olimpo –Ofrecía un vaso de cristal de agua turbia humeante.
  • Gracias –repliqué amablemente y, mirando a mi alrededor, pregunté- ¿Es esto una especie de centro de juventud?, ¿Sois una agrupación de lectura o algo parecido?

 

Miró a su alrededor para confirmar que todos los que estaban en la posada eran, efectivamente, jóvenes. Sonrió, agarró un paño que llevaba asido a la cintura y se frotó las manos antes de sentarse frente a mí.

 

  • Lo que ves es lo que tus ojos quieren que veas. Si quieren ver niños, verás niños. Allá en las grandes ciudades sólo se es capaz de ver lo aparente. Ya no se ve nada más. Las luces impiden ver el cielo. El ruido impide escuchar los sonidos. Ya no se mira a los ojos. Ya no se mira al corazón.
  • Tienes razón en eso –Asentí convencido.
  • Tú has venido hasta aquí buscando lo que has perdido. Te mostraron una luz, atrayente, difusa. La sombra lejana de ese resplandor ha sido la guía de tu camino. Y ahora, Enric, has llegado.
  • ¿Cómo sabes mi nombre? –respondí un tanto aturdido
  • Aquí lo sabemos casi todo –dijo solemne- Además, tu nombre está escrito en la cubierta del cuaderno. Aun así, sabíamos de tu llegada.
  • ¿Os avisó don Amado?, él me dio las indicaciones para llegar. Me dijo que preguntase por Atanasio, el dueño. Supongo que será tu padre.
  • Yo soy Atanasio.

 

Aquel lozano de cara pueril me miraba fijamente, con cierta ironía y displicencia, como supongo que miran las vírgenes y santos cuando se aparecen a los hombres.

 

  • Lo que ves no es lo que es. Puedes perder el tiempo en pretender que entiendes o puedes comprender.
  • Y cuál es la diferencia.
  • Entender es dejar en otros la responsabilidad del conocimiento. Comprender te obliga a descubrir las circunstancias anteriores y las causas posteriores. Pero no has venido a eso. Se acercan momentos tristes para la humanidad. No queda demasiado tiempo. Veo que has traído a Pedanio contigo.
  • Don Amado puso mucha insistencia en eso. Lo tenía que traer a la Posada y entregártelo… a ti –Dije aún sin mucho convencimiento.
  • Somos amigos desde hace mucho. Te mencionaba en sus cartas. Desde que decidió marcharse a Meteora no he recibido noticias suyas –Alzó la mirada con cierta melancolía, pero fue sólo un instante- Bueno, vamos a llevar a los señores Laguna y Discórides a su nuevo refugio. Acompáñame –Se levantó ágilmente de la mesa y cogió el grueso libro.

 

Volvimos a cruzar la estancia. Al tiempo que pasábamos por los pequeños lectores se paraba y ponía su mano sobre su hombro.

 

  • Ella es Petrofila, le entusiasma la arquitectura. Ha recopilado los mayores manuales de cantería gótica de Europa. Una verdadera masona –comentó mientras soltaba una risotada- Precisamente ahora está acabando su obra de constructores de catedrales.

 

Petrofila detuvo sus anotaciones para unirse a la conversación.

 

  • Este Gaudí me trae loco. El cabrón se ha muerto con su obra inacabada. Tiene simbología hasta en los cantos de piedra de los jardines que rodean la Sagrada Familia.
  • La conozco bien –añadí- A menudo paseábamos por sus alrededores e incluso nos colábamos dentro si podíamos.

 

Más adelante había otro muchacho con decenas de papeles esparcidos por la mesa. Me llamó la atención cómo cogía uno con gran delicadeza y lo observaba detenidamente. Después cerraba los ojos y lo olía pegándolo a la nariz y aspirando fuertemente.

 

  • Es Aniceto, huele los libros. Tenemos muchos legajos sueltos sin referencia alguna. Él es capaz de averiguar en qué época fue fabricado el papel y qué tinta se usó.

 

Atanasio vio mi cara de incredulidad. Se acercó al joven sin perder mi mirada. Abrió el libro que había traído conmigo y lo colocó delante de Aniceto, delante de sus narices.

 

  • Mediados del diez y seis. El papel no es de por aquí –volvió a aspirar- posiblemente Amberes –Aniceto apartó el libro y siguió con sus documentos.

 

El joven posadero me miró con cierta altanería orgullosa mientras colocaba el libro bajo el brazo y seguimos avanzando hasta llegar a la recepción de lo que debía ser la cocina. Al entrar en ella percibí una serie de olores intensos. Aromas a especias, tés, cortezas y resinas. De las vigas del techo colgaban manojos de tomillo y orégano. Junto a un hogar apagado se amontonaban ramas de jara y sacos de almortas. La estancia estaba cubierta de anaqueles llena de recipientes de barro, vidrio, loza o metal. A un lado, una pequeña puerta disimulada. No tendría más de metro y medio de alta. Había un estante con varias lámparas de carburo como las que usan los mineros. Atanasio cogió una de ellas y la acercó hacia mí.

 

  • Allí abajo está muy oscuro –Decía esto mientras tomaba la suya. Abrió el pequeño grifo que comunicaba el agua y el carburo de calcio. Puso una vela junto a la boquilla hasta que salió una llama de ella.

 

De pronto la puerta chirrió y se abrió. Tras ella apareció Pompeio, corriendo.

 

  • Pompeio, hijo, no vayas tan rápido que nos vas a hacer tropezar.
  • Tropezar, interpediare, pes, pedis.
  • Qué libro has cogido ahora.
  • Ahora, agora, hac hora.
  • ¿Otra vez las Etimologías? Vamos a tener que hacer una copia antes de que la desgates –Atanasio se dirigió hacia mí- Le encantan las palabras. A veces pienso que demasiado.

 

Pompeio salió hacia la estancia apresurado. Como Siempre. El joven posadero levantó su lámpara  y cruzó el umbral. Le seguí prudente. El acceso daba a un túnel excavado en la tierra. Bajamos por unas escaleras cortas, labradas en la piedra. Las paredes estaban cinceladas laboriosamente. Apenas había moho y un aire freso lo invadía todo. Habríamos descendido como el nivel de un piso cuando Atanasio se detuvo y alzó su luz. Accedió a una luminaria mucho más grande que las que llevábamos, encerrada en una caja de cristal con un respaldo parabólico. Encendió la lámpara y ésta proyectó una luz que inundó la sala.

En tierra de Ur. Capítulo II

Mi primer encuentro con Ur

 

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El camino serpenteaba ascendiendo hasta la población amurallada. Un otero que marcaba el límite entre quejigos y trigo, corzos y avutardas.

 

Un chaval que no debía tener más de doce años caminaba rápidamente por la cuesta.  Pantalones cortos, camisa desgastada y alpargatas rotas. Se cubría la cabeza con una gorra de visera corta de paño que debía de servir tanto para invierno como verano. Detuve la moto junto a él:

 

  • Buenos días, ¿Sabes dónde está la posada?

 

Se giró violentamente. No se había dado cuenta de mi presencia y se había asustado. Me miró con ojos fijos, oscuros, profundos. Mudo.

 

  • ¿Sabes dónde está la posada? – Volví a repetirle.
  • Posada, posar, pausare, pauein –Siguió mirándome fijamente por un instante hasta que echó a correr camino arriba como si hubiese visto a Nosferatu. Desapareció tras cruzar la puerta del Azogue.

 

Apagué la motocicleta. Quedó apoyada junto a la muralla y ahí debería estar hasta mi vuelta.

 

El estrecho pasillo que daba acceso a la villa estaba protegido por dos inmensos cubos de piedra que soportaban un arco de medio punto. Aquellos pobladores debían temer conquistas externas y se defendían a piedra y hierro de los extraños. Dentro se abrían unas calles de tierra bien limpia bordeadas de casas de adobe, con las pestañas de caña asomando bajo las cubiertas, hechas de teja.

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Fui rodeando la muralla intramuros. No había nadie. Sólo sombras que se alargaban al ritmo de la tarde. Un silencio apacible hecho de viento y abejorros. Un susurro prolongado que acariciaba las manos, la cara. Pero una brisa impredecible casi me quita el sombrero. A un costado del grueso muro se habría una pequeña puerta que daba al inmenso océano de mies. No era muy grande y para cruzarla habría que agacharse para no golpearse la cabeza con el dintel. Junto a ella, un banco de madera tosca, de gruesos tablones remachados con clavos de hierro ya oxidados.

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Y allí sentado había otro muchacho. Llevaba un sombrero de paja y sus labios jugaban con una espiga. Musitaba alguna palabra o frase. Parecía que hablase consigo mismo. Me acerqué con cuidado, no fuese que se espantase como el anterior.

 

  • Hola, acabo de llegar y estoy buscando la posada.

 

Paró de masticar el tallo y lentamente alzó su mirada. La sombra del ala del sombrero no me permitía distinguir sus ojos, pero su boca gesticuló una sonrisa.

 

  • La posada está al otro lado. Aquí no está.
  • ¿Por dónde se llega?
  • Pues se llega por el camino que llega, por el otro no llegarás nunca.
  • Y cuál es ese camino.
  • ¨El camino de la Posada¨.
  • ¿Y puedes indicarme el camino?
  • Aunque te lo indique te perderías.
  • ¿Por qué me perdería?
  • Porque no conoces el camino.

 

No sabía si se estaba burlando de mí, pero su seriedad me abrumaba. Viendo que la conversación iría para largo y no habiendo nadie más en la calle, decidí sentarme junto a él.

 

  • Me llamo Enric y vengo de Barcelona – me presenté extendiendo mi mano.
  • Yo me llamo Aniano y no me voy a ningún sitio –acercó la suya y la estrechó.
  • Necesito llegar a la posada –casi supliqué.
  • Todo el mundo necesita llegar a la Posada –respondió severo- Pero la Posada es un sitio en el que la gente no va, sino pasa. Por eso no se puede llegar nunca.
  • Bien, pues necesito pasar por la posada.
  • Tienes que ir por la calle del mercado y cuando llegues a la plaza tomar el poniente y seguir recto.
  • ¿Y después?
  • Llegarás.

 

Me disponía a levantarme, pero antes de hacerlo le pregunté:

 

  • ¿Y qué haces aquí sentado, solo?
  • Pensar preguntas.
  • …Preguntas.
  • Sí, preguntas –dijo seriamente.
  • Y qué preguntas piensas.
  • Todas –levantó levemente el sobrero hasta descubrir su ojos avellana, brillantes, inteligentes.

 

Notó la incredulidad de mi mirada.

 

  • Todas las respuestas ya existen. Lo que no existen son las preguntas adecuadas. Por eso tengo que pensar los argumentos correctos. Y eso lleva mucho tiempo.
  • No estoy seguro de entenderte…
  • No te preocupes, es normal que no lo entiendas –volvió a encajarse el sombrero hasta ocultar su mirada.
  • Son preguntas del tipo: ¨¿Dios existe?¨
  • Esa encierra cientos de preguntas. Pero puedes preguntarte alguna más sencilla como: en cuántas partes puedes dividir algo.
  • Ya, eso se lo están preguntando muchos científicos.
  • Y ¿en cuantas partes puedes multiplicar algo? -giró la cara, vagamente e indicó con su mirada hacia el muro- ¿puedes multiplicar las piedras? Las piedras no se multiplican, pero sí se dividen. Pero a lo mejor las piedras sí se pueden multiplicar pero no sabemos cómo.

 

La seriedad de su conversación me dejaba admirado.

 

  • A la entrada me encontré con un chaval que tendría tu edad con gorra de paño. Creo que se asustó.
  • Seguro que sería Pompeio.
  • Le pregunté por la Posada y salió corriendo.
  • Sí, es muy tímido. Pero tiene una memoria admirable.
  • ¿De verdad? ¿Recuerda cosas?
  • No, inventa palabras. Se sabe todas las palabras pasadas y presentes. Yo creo que hasta las futuras. Si algo no tiene nombre le llamamos a él para que le ponga uno. Si pasas por la Posada es posible que te lo encuentres. Su padre, Atanasio, es el dueño.

 

La noche se venía y no aparecía ningún farolero que encendiese el aceite, ya dudaba que hubiese electricidad en el pueblo. Me levante y volví a presentarle mi mano.

 

  • Muchas gracias Aniano por tu ayuda –él respondió con un apretón firme- Por cierto, ¿qué pregunta estás pensando ahora?
  • Cómo poder llegar a la Posada –volvió a alzar su mirada mirándome con sus ojos avellana brillantes, inteligentes.

En tierra de Ur. Capítulo I

De cómo logré llegar a la ciudad perdida

 

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La DKW petardeaba por aquellos caminos de los montes Torozos. Una RT125 de mecánica impecable que había comprado por cuatro duros a un alemán en Barcelona, huido de la dictadura que Hitler imponía en su país.

 

Supongo que las perdices se espantarían al paso de la motocicleta con ese pum-pum incansable. Los campos de encinas iban dejando, poco a poco, espacio a las tierras de cultivo, alejando el horizonte hacia Tierra de Campos. A esa altura del verano el trigo empezaba a ser segado y los bálagos llenaban las aradas de un ocre como la luz de agosto al atardecer.

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Llegar hasta allí no fue fácil. La carretera de Barcelona a Soria parecía un mosaico de baches que en invierno debieron ser charcas y que ahora se habían convertido en peligrosísimos socavones. Después, el Duero, acompañándome por esa tierra blanca, desgastada, jalonada a veces por los suaves meandros que cortaba al río en oasis de fresnos.

 

Valladolid aún era una capital de provincias dominada por una dependencia agraria y una burocracia regional. Allí esperaba mi llegada Diego Lozano, bibliotecario en Santa Cruz, donde pasaba sus días estudiando sin descanso al beato de Valcavado. Apenas unos pocos conocían la existencia de Ur y menos aún los que podían indicar su localización. Diego esperaba con ansiedad las copias que llevaba conmigo del manuscrito de Voynick y, a cambio, me entregó un legajo con las indicaciones a la villa oculta.

 

El ronroneo de la moto se había convertido en una retahíla agradable, como un corazón palpitando a golpe de kilómetros. Diez días en motocicleta atravesando una España con aspiraciones de modernidad. Las manos se entumecían con la vibración y tuve que comprar una faja para consolar los riñones.

 

Según aquel pergamino que me prestó Diego, ya tendría que estar llegando. El sol comenzaba a recostarse sobre el horizonte, aunque todavía faltaba para que oscureciese. Tras una curva apareció, a lo lejos, un muro de piedra. Según me acercaba se empezaron a distinguir los pechos de una muralla flanqueada por cubos, barbacanas de tanto en cuanto y matacanes sosteniendo el adarve.

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En tierra de Ur. Introducción

Llegamos a Samarcanda en el verano de dos mil once realizando un documental sobre Ruy González de Clavijo. Durante la investigación conocimos a una archivera de origen ruso que intentaba mantener a duras penas el legado de la biblioteca municipal. No sabía una palabra de español, pero era una de las mayores especialistas de la embajada que Enrique III de Castilla había enviado a principios del siglo quince. Tras varios días compartiendo rodaje con nosotros se decidió a enseñarnos unas páginas que había encontrado en la biblioteca y que estaban sin clasificar. Estaban escritos a mano con letra tosca y alguna palabra inidentificable.

 El texto reproducido es la copia que mejor pudimos transcribir.

Marta Cordofés

Productora ejecutiva Cesna producciones.

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Los Beduinos de Petra

IMG_2411Ya estaban aquí cuando el inefable acuerdo Sykes-Picot yermó para siempre esta tierra. Resistieron a los otomanos, se dejaron absorber por el Islam y trataron con Roma.

Siempre estuvieron aquí. Posiblemente, como buenos beduinos, no en el mismo lugar, pero esta tierra ha sido suya, aunque su historia no escrita no pueda demostrarlo.

Pero así lo demuestran sus ojos, brillantes, eternos. El brillo que tienen las almas arraigadas aunque estén sumidas en la miseria. Es el mismo resplandor de los saharauis de Tinduf, los intocables de Calcuta o los exterminados guaraníes.

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