La llegada del hombre
Un ruido fuerte, como un mover de muebles violento. Y arriba, una voz, una llamada, un grito, un llanto.
- ¡Atanasio, ya llegan!, ¡Corre, sube!
El joven posadero dejó el libro entre las estanterías y subió precipitadamente las escaleras. Apenas podía seguirle. Llegamos a la antesala, atravesamos la puerta del salón y salimos a la calle. Unos cuantos jóvenes corrían en todas direcciones, desesperados, agitando las manos con consternación. Atanasio agarró mi brazo y me condujo por una callejuela por detrás de la posada. Había una pared a medio derribar y nos ocultamos tras ella. Desde allí podíamos ver la ventana de la cocina. Mi cuaderno, mis apuntes. Todo quedó abandonado dentro.
Oímos unos motores a lo lejos. Se aproximaban. Quise preguntar algo a Atanasio pero éste me tapó la boca. Ahora el rugido de un camión se percibía claramente. Sus luces se reflejaban en las paredes anexas. Paró junto a la Posada. Escuchamos cómo frenaba. Desde donde estábamos no podíamos verlo. Una puerta metálica se abrió y oímos cómo gente bajaban del vehículo. La campanilla de la puerta sonaba de forma constante. Debían ser entre quince o veinte los que invadieron el domicilio.
Les vimos entrar en la cocina. Eran militares. Llevaban sus fusiles en mano y casco de combate acero M26. Revolvían todo. Oímos cómo caían lo botes. Cómo el cristal chocaba y se rompía en el suelo. Cómo unas voces daban órdenes inteligibles.
Otro vehículo se acercaba. Esta vez un automóvil. Paró junto a nosotros. Nos agachamos aún un poco más. Era un Fiat 514 negro. El conductor salió para abrir la puerta trasera. Un oficial vestido de ropa de campaña. Pistola al cinto. Al momento aparecieron cuatro soldados a darle escolta. Un suboficial se cuadró ante él con un fuerte taconazo en el suelo y alzando el brazo al aire.
- Todo en orden en la casa, mi teniente coronel –dijo con la cabeza erguida, mirando fijamente la punta de su nariz- los que hemos encontrado están agrupados en la sala principal.
- Gracias sargento, buen trabajo –dijo aquel hombre delgado, de pelo pegado y bigote fino.
Todos ellos entraron en el edificio. Pudimos ver al militar dentro de la cocina. Su mano portaba una fusta. Al momento vimos que llevaban a alguien a su presencia. Era una mujer. Tendría unos cincuenta años, algo gruesa, de rasgos duros. Estaba erguida frente al oficial, con la cabeza alta y la mirada fija. Él le preguntó algo y ella le escupió en la cara.
- Es Petrofila… –murmuró angustiado Atanasio.
El militar levantó su fusta y golpeó violentamente la cara de aquella mujer. Petrofila volvió a alzarse mostrando una tremenda herida en la mejilla. Ahora la reconocía, esa nariz abultada, esa mirada dura, cejas densas, casi juntas. Era la misma que hace unas horas no debía tener más de quince años. Los soldados la agarraron por los brazos y ataron sus muñecas. El oficial echó un vistazo a su alrededor hasta descubrir la puerta. La abrió y se introdujo dentro de ella. Sus hombres le siguieron llevándose a Petrofila.
Tan solo había un par de militares al cuidado del camión. El resto estaban esparcidos por el pueblo, inspeccionando las casas. Aprovechamos para salir del escondite. Corrimos hasta el muro de la ciudad y entramos por un pequeño hueco casi inaccesible que conducía a una escalerilla que subía al adarve. Nos ocultamos en uno de los cubos de la muralla que miraba hacia la posada. A través de la barbacana podíamos ver lo que ocurría en el entorno de la plaza.
De pronto oímos unos ruidos. Unas pisadas rápidas que se dirigían hacia nosotros. Pegamos nuestras espaldas a la pared en posición defensiva. Por entre la pequeña puerta aparecieron Aniano y Pompeio. Padre e hijo se abrazaron.
Atanasio tenía unas canas que antes no había visto. Sus párpados se habían arrugado y había perdido bastante pelo. Aquel hombre maduro ya no era el joven posadero. Su corazón angustiado se presentaba ante la muerte.
- Han cogido por lo menos a diez –reveló Aniano
- Diez, dieş, dece, decem. Diez, dieş, dece, decem. Diez, dieş, dece, decem –Pompeio tenía los ojos fuera de sus órbitas.
- Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren –volvió a alertar Aniano.
En ese momento oyeron ruidos de cristales rotos. Todos dirigieron sus miradas a la Posada. Podían ver cómo llevaban a varias personas hacia el interior, a través de la puerta que daba acceso a la biblioteca. Les empujaban y golpeaban. Serían una decena. Cuando el último hubo traspasado el umbral se acercó el oficial seguido de su escolta. El sargento le cedió una antorcha encendida como las que portaban los militares que estaban aguardando fuera del edificio. Aquel señor delgado, de bigote fino y pelo pegado cogió el hacha de fuego, lo miró con veneración y lanzó la llama purificadora al interior. Al principio nada. Luego un pequeño resplandor, después humo. Al momento un sollozo. Después un grito rasgado, otro más violento. Llantos, dolor. Estruendo. El quejido de las vigas de madera se confundía con el de los huesos rotos por el calor. Alaridos de muerte. El papel consumido en crueldad. Las pavesas se esparcían y escapaban. Y tras el dolor, silencio. Sólo un crepitar mudo. Silencio. Sólo un golpe seco de la puertecita. Y silencio. Un barullo informe de fuego a sus pies. Y silencio.
Los militares abandonaron el edificio, rodeándolo. Los fusiles apuntaban a las ventanas. Los diez muertos no escaparían. Ni tan siquiera sus almas.
Un soldado que portaba un lanzallamas terminó la tarea de olvido. La Posada se consumía en fuego. Atanasio lloraba, Aniano lloraba. Pompeio callaba.
Así pasó la noche hasta el alba. El camión retornó su camino. Los militares abandonaron el pueblo.