Páramo

El día había decidido ser uno de los más fríos del año. Los estratos altísimos que cubrían el cielo podían cortar el aire con sus uñas vaporizadas. Abajo, en el suelo, esperábamos agazapados detrás de los aligustres. Había puesto las manos entre mis sobacos a ver si así lograba que no se congelasen. La nariz ya la había dado por perdida. Mi padre es testarudo como la tierra que le parió. Un silencio plácido, mortecino, pesado por la niebla densa que se despegaba del suelo con el amanecer. Las yemas puntas de los brotes de hojas, aún no caducas, se mostraban como pezones duros, escarchados. Que las avutardas trinasen era un decir, más bien voceaban como unas plañideras resacosas que un mal trago o una peor noche hicieran levantar a la mañana siguiente con una voz ronca y amarga. De eso me acuerdo hoy, no entonces.

 

Ani, como le decía mi madre, seguía empotrado en su escopeta. Mi padre siempre argumentaba: “cuando llegue el fin del mundo moriréis de inanición, para saber vivir hay que saber matar”. Nunca le ha cabido en la cabeza que hay otras maneras de alimentarse y de sobrevivirse. Hace tiempo que dejó de comer carne, pero no puede abandonar sus rituales pueblerinos de tierra y muerte.

Cuando recuerdo aquello no me veo como aquella niña agazapada detrás de los arbustos. Me viene a la memoria Villafáfila, su ánsares, sus aves de invierno, las nidadas. Don Ramón, el cuidador, sus cuentos de pájaros, el pasado contaminado

Mi padre siempre obsesionado con la supervivencia. Lo entiendo porque pasó lo de la epidemia. Peor fue lo de mi madre. Con la vida hecha que tenían. Y se fue. Así, sin pedirlo. Le dolió mucho. Fue para él una anunciación del fin del mundo. La tortura no cesa. Mella incesante en el alma. Una broca profunda que hiere en lo más hondo.

Por eso él esperaba al lobo. Aún con la helada. Quería ser tierra y sentirse Hombre. De Cañizo apenas quedaban unos cuantos muros de adobe que se sujetaban torpemente. Tenía alguien unas ovejas todavía y una manada de lobos cortejaban en sangre cada noche alguna de ellas.

Recuerdo las yemas escarchadas como los pezones fríos. Los míos no sobresalían tanto de aquella, ni mucho menos. Aunque no lo sabía entonces, la naturaleza empezaba a hacer sus tropelías ácratas en todo mi cuerpo.

Unas palomas espantadas anunciaron la llegada. En el aire callado se cortaba el trino de la oropéndola. Silencio y hielo. Mi padre jadeaba apoyado en el arma, mientras su aliento musitaba un halo de pudor. Yo intentaba camuflarme tras su abrigo. Sin un ruido, atisbando de costado el horizonte ocaso.

“Calla, no suspires, nos viene el viento de cara. No nos huele.” Ahora que vienen estos recuerdos atrapados, no sé bien si me decía a mí los consejos o hablaba con la escopeta. Yo siempre he pensado que no hablaba conmigo, que hubiese preferido haber tenido un hijo. No lo dice delante de nadie, se guarda sus secretos para sí mismo. A su manera de ver una mujer era débil, necesitaba ser protegida. No eran momentos aquellos de tener que cuidar de nadie. Si acaso de mi madre. Y con todo aquello de la pandemia, o acaso misodemia, que es lo que siempre imaginé.

En mis días en Cañizo descubrí muchos animales, desde las hormigas que trazan sus caminos que luego serán sendas, a seguir calzadas, después carreteras humanas que las confundirán y empezarán de nuevo; los escarabajos que parecen tractores llevando bolas de estiércol; las golondrinas efímeras del estío y el cerdo que yacerá en ofrenda sagrada por San Martín.

Alguna vez quise que me doliese el Páramo, pero nunca lo hizo. Aniano tenía razón. Tierra de Campos se mostraba sincera como era la tierra misma. A veces un terrón yermo, otras, arcilla roja, jara, quercus, fuego, hielo y silencio. Lobo, amo, indómito.

Tras el quejigo apareció el lobo husmeando, desconfiado de la paz de una estepa solitaria. Primero vi sus ojos, lejanos, densos, hipnóticos. Las orejas erguidas y el hocico alto. Las patas tensas. El pelo ajado erizado en el lomo.

Recuerdo como mi padre aguantaba la respiración. Apoyaba con fuerza la cantonera sobre su pecho. Silencio. La escarcha cubría las yemas de las ramas como pezones fríos. Silencio. Las hojas se deshacían al tocarlas, caducas guirnaldas del tiempo tejidas. Silencio.

El golpe seco del gatillo embistió la pólvora sobre el cartucho. El estrépito sacudir de los perdigones espantó a los pájaros. Y a mí.

Un gruñido lejano, llanto? Espanto? Queja?

No quise mirar por si había sangre, o peor, martirio o drama del animal agonizante.

“Me ca´en…” fue toda la conclusión de Ani. Entonces sí miré. Una mancha parda corría por el sotomonte camuflada entre los arbustos. “La oreja, le he perforado la oreja, me ca´en”.

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